UN MUSEO DE NOSTALGIA Y OLVIDO
Hay que verlo. Se puede explicar con palabras, claro, pero entonces hay que hablar de un lugar frío, desolado, vacío donde abunda un silencio, que por momentos, te hace poner la piel de gallina. Una tarde pintada de gris y una llovizna molesta que empapa las calles de Buenos Aires, me permite imaginar aún más lo que estoy por vivir: Las secuelas que dejó la Segunda Guerra Mundial y el homenaje a las víctimas del Holocausto.
Un policía estático vigila aquel edificio viejo, el Museo de la Shoá. Sin mirar y casi automáticamente, abre la puerta de hierro negra. Pagas tres pesos y a través de un vidrio se asoma una galería que deja una sensación de vacío e incertidumbre.
Avanzás temeroso, hay que pasar por un pasillo de vidrios empañados, el drama lentamente se va evocando, como también la muerte. Una luz blanca sostiene un mural de fotos desteñidas que muestran a familias, niños, una pareja de recién casados, todos con una sonrisa en sus caras, ninguno refleja ni dolor ni tristeza, como deben haber sentido durante el cruel transcurso de la guerra. Sentís que la melancolía te invade, pensás cómo habrán sido sus muertes y volvés a mirarlos. Sus rostros ya están desdibujados.
Sin darte cuenta comenzás a armar el rompecabezas de esta historia siniestra y oscura que nos enseñaron alguna vez nuestros maestros: “1939 Alemania invade Polonia de la mano de Adolf Hitler. El único objetivo era exterminar a los judíos para preservar la raza aria”.
Una pared larga contempla el triste final de la historia. Impresionantes fotos en blanco y negro con las caras de niños, jóvenes y adultos, muestran que en 1945 las puertas de los campos de concentración se abrieron, pero que miles de prisioneros continuaron muriendo a causa de la desnutrición, las enfermedades y el agotamiento. Al contemplar estos rostros de sufrimiento, sentís que frente al desengaño de sus ilusiones y la dura realidad que pasaron, no encontraron otra salida que la resignación.
Por: Barbara Gallego
Hay que verlo. Se puede explicar con palabras, claro, pero entonces hay que hablar de un lugar frío, desolado, vacío donde abunda un silencio, que por momentos, te hace poner la piel de gallina. Una tarde pintada de gris y una llovizna molesta que empapa las calles de Buenos Aires, me permite imaginar aún más lo que estoy por vivir: Las secuelas que dejó la Segunda Guerra Mundial y el homenaje a las víctimas del Holocausto.
Un policía estático vigila aquel edificio viejo, el Museo de la Shoá. Sin mirar y casi automáticamente, abre la puerta de hierro negra. Pagas tres pesos y a través de un vidrio se asoma una galería que deja una sensación de vacío e incertidumbre.
Avanzás temeroso, hay que pasar por un pasillo de vidrios empañados, el drama lentamente se va evocando, como también la muerte. Una luz blanca sostiene un mural de fotos desteñidas que muestran a familias, niños, una pareja de recién casados, todos con una sonrisa en sus caras, ninguno refleja ni dolor ni tristeza, como deben haber sentido durante el cruel transcurso de la guerra. Sentís que la melancolía te invade, pensás cómo habrán sido sus muertes y volvés a mirarlos. Sus rostros ya están desdibujados.
Sin darte cuenta comenzás a armar el rompecabezas de esta historia siniestra y oscura que nos enseñaron alguna vez nuestros maestros: “1939 Alemania invade Polonia de la mano de Adolf Hitler. El único objetivo era exterminar a los judíos para preservar la raza aria”.
Empezás a tomar como propia la historia. Los murales con fotos, mapas, documentación de judíos y escritos te explican el accionar de los militares alemanes: “Los judíos eran trasladados en vagones sellados con plomo, sin aire, sin agua y sin comida hacia los Guetos donde los dividían en aptos y no aptos para hacer trabajos forzosos”. No es necesario explicar qué hacían con estos últimos…
Una pared larga contempla el triste final de la historia. Impresionantes fotos en blanco y negro con las caras de niños, jóvenes y adultos, muestran que en 1945 las puertas de los campos de concentración se abrieron, pero que miles de prisioneros continuaron muriendo a causa de la desnutrición, las enfermedades y el agotamiento. Al contemplar estos rostros de sufrimiento, sentís que frente al desengaño de sus ilusiones y la dura realidad que pasaron, no encontraron otra salida que la resignación.
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