Era la barra: se metían en las habitaciones, el Abuelo, todos. Vi revólveres, revólveres de verdad. Miré por la ventana y vi que en el estacionamiento había como diez autos, eran todos de ellos. Le querían pegar al Tano Pernía, al Ruso Ribolzi, a Pancho Sá. Yo no lo podía creer. Y el Abuelo me insistía: "Mirá Diego, los diarios dicen que algunos de éstos no te quieren pasar el fulbo, que no quieren correr para vos, así que apuntamos a los que te tiran al bombo, y nosotros nos encargamos, que si no corren, los amasijamos a todos". ¡Era una locura! Porque yo venía como figura, todo lo que quieran, la gente me adoraba, pero... ¡Estaban todos locos! Y Silvio Marzolini que no venía, estaba escondido. Y el Abuelo habló otra vez: "Bueno, bueno. Juegen, pero mejor que corran, mejor que corran porque si no los reventamos a todos". Y ahí me planté: "¿Cómo que nos van a matar si no corremos, viejo? Escuchame..." Fue cuando el Abuelo me dijo: "Con vos no, nene. Vos vas a ser capitán, vos sos el representante nuestro, vos quisiste venir a Boca". Y ahí nomás se fueron.
[Fuente: La Doce, la verdadera historia de la barra brava de Boca por Gustavo Grabia]
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