Aguafuerte

LAS SOMBRAS DEL FÉNIX
Por: Pablo Yafe

Se pasean espectralmente por los pasillos ocultos pero auténticos que conforman las crudas y desgarradas bambalinas de la falsa pulcritud de la pasión. Son espíritus sabios y silenciosos, expertos en la tarea de la ficción y en conquistar la exigente hazaña de su propia inexistencia. Cuanto mejor operan, menos existen. Son cazadoras, acechan, avistan persiguen y eliminan lo usado, lo profanado y lo humedecido. Utilizan redes atrapa-mariposas y corretean cuando nadie las ve detrás de las incrédulas promesas de amor eterno que vuelan libres por los pasillos, huérfanas de corazones, palabras y caricias donde morar. La consigna es desecharlas, descartarlas y dejar lugar en el aire para las próximas ilusas, pero a veces ellas, las sombras, abren sus bolsillos de cuadrille azul y guardan las promesas allí para imaginar y jugar al trágico juego de la esperanza y el consuelo para la vacuidad espiritual que las embiste cada noche. Porque a ellas nadie las ama donde están, es un lujo que no se pueden dar. Allí, lo que importan son los tiempos y los turnos, las sábanas limpias y el aromatizador, la intimidad y el sexo. Pero para ellas dichas ostentaciones quedan atrás en otra vida lejana, pero solo a dos horas de colectivo, en la desgastada realidad del conurbano bonaerense. Donde sus maridos ya duermen, a veces solos y a veces no.

Irma, Beatriz, Zulema y Rosa prácticamente no hablan, son maquinarias eficaces de logística suiza y solo tienen un minuto y medio para retroceder el tiempo. Para convertir el caos de una orgía dionisíaca en un creativo santuario a la virginidad. Siempre lo logran, cincuenta y cinco veces por noche. Nunca se quejan ni protestan, pero por dentro mueren cada una de las cincuenta y cinco veces. Saben que nada de esto será de ellas, que están confinadas a los pasillos ocultos, los que no tienen ni alfombras en las paredes ni luces tenues de fantasía ni músicas ambientales de ascensor entonando versiones en saxofón y piano de los temas más memorables de los Bee Gees. Sus pasillos solo entonan el eco estruendoso de los pasos de sus desgastados zapatos y el rechinar de las desaceitadas ruedas de los carritos de limpieza que llevan. Las paredes son grises, eran blancas. Las luces son de tubo fluorescente y están a punto de caer y de romperle la cabeza a alguna de las chicas. Muchas veces así desearían ellas que ocurriese para dar fin de una vez por todas al rol que tanto las tortura. Como inquisidoras del amor, tienen que inspeccionar el perímetro en busca de manchas de semen y limpiarlas. Su tarea es, básicamente, encontrar todo aquello que es hermoso en la vida, resignificarlo, convertirlo en vestigio y jurarle olvido con algunas gotas de detergente, para que la próxima pareja en entrar pueda jugar a sentir que ellos son los únicos que jamás pasaron y que pasarán por la complicidad de aquellos aposentos. Para que puedan jugar al amor eterno, pero solo por dos o cinco horas.

Las chicas solo hacen su trabajo, envidian a quienes entran y desprecian a quienes salen. Porque entran abrazados y a los besos y salen como si no se conociesen, destruyendo toda ilusión de que aquello que los unía trascendía los escuetos márgenes de una penetración impersonal. Pero no importa cuan acostumbradas estén las chicas, la desilusión nunca pierde intensidad, porque siempre depositan en las parejas la esperanza de lo que nunca fue para ellas.
El personal de limpieza de los albergues transitorios es muy especial. Porque mueren cincuenta y cinco veces por día, pero al amanecer, como el ave Fénix, el anhelo de encontrar amor eterno sigue intacto… igual que una habitación a la espera de un nuevo turno.

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