Aguafuerte

A LA ESPERA DEL TREN
Por: Leandro Monnittola

Recorren todo el andén y se mezclan unas con otras. Allí están, las filas, expectantes y alteradas, y el tren no aparece. Para el que se inserta en la espesa maraña es una difícil tarea la de dilucidar cuál es el final de las colas. A medida que la gente va llegando, diferentes rostros se observan. Aquellos que llegan y educadamente preguntan a los últimos, otros, que alterados por la asfixia subterránea, no preguntan, y los que ya se encuentran en la fila y analizan cada movimiento con una profundidad distintiva de las personas que pueden llegar a matar si alguien amaga con robar un lugar. El pacto es a la 18.12hs. Ya son y diez y la formación que conecta Constitución y Ezeiza ni se asoma. Un hombre de canas abundantes y vestimenta de albañil es el que encabeza la cola e inaugura la batería de insultos. Con un “¡si!, son unos hijos de… Hay que matarlos a todos”, acompaña un setentón bajito de bigote militar. Pero la que más se escucha es una señora de gran tamaño y ropas holgadas: “Somos vacas, viajamos como vacas carajo”. En la fila aledaña dos chicos cargaban pesadas mochilas y se reían mientras la miraban; coincidían en absoluto con la señora, sobre todo en el paralelismo con el animal.

Tarde, el tren llegó casi y veinte. Todavía no se detenía y la ansiedad ya ponía en evidencia lo que sería el momento en el que debían de bajar las personas que arriban a la terminal y subir la gente, que ya descarriada, iba a debatirse un asiento.

Las puertas se abren y al grito agudo y al unísono de “¡Dejen bajar!, las pocas personas del vagón intentan eludir la estampida. Sólo se resignan a luchar para que los bolsos que llevan sigan siendo de ellos. El albañil de canas ingresa encorvado y con decisión, parecía un medio scrum de rugby. El petiso castrense zigzaguea en la búsqueda del camino ideal para su estatura, la señora de gran tamaño no se sabe cómo entró, estaba cerrando la ventana y repetía “vacas, eso somos: ¡va – cas!”, mientras le reprochaban por colarse. Un agente de la policía miraba detenidamente la imagen: golpes, empujones, insultos. Se llevó el gorro a la cabeza y entre sonrisas confirmó su inutilidad: “je, se están matando, je.”

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