No es cosa nueva. Quejarse de la vida es un quehacer cotidiano. Uno recorre su camino insatisfecho, expresando en un mínimo gesto o comentario esa sensación de ingratitud y disconformidad que suele brotarnos por los poros desde que nos levantamos a la mañana para ir al trabajo o a la universidad hasta cuando estamos de vacaciones y las cosas no resultan como las planeamos. ¿Qué nos satisface? Nada. Todos, absolutamente todos, tenemos voz y voto para quejarnos. La rutina, el trabajo, la plata, innumerables asuntos se transforman en lugares comunes en cuestión de minutos. Me canso, me cansan, todo nos cansa sin darnos cuenta. Todo nos cansa hasta que ya no está. Hasta que el grito de súplica es escuchado y esa agonía realmente se esfuma. Pero, curiosamente, aparece otra vez la queja por lo que ya no está. Aparece el lamento, el sollozo, la culpabilidad, la nostalgia. Infinidad de sentimientos que nos vuelven a torturar. Nuevos disparadores de quejas que se retroalimentan.
Ingratos por naturaleza. No encuentro otra definición más apta para describir lo que la mayoría de los hombres somos. Y cuando digo “somos”, me estoy incluyendo. No tomo esto como un cuaderno de apuntes ni mucho menos, sino como un modo de dejar en manifiesto que estamos ciegos, que somos incapaces de dar el visto bueno. Mejor dicho, somos incapaces de renunciar al típico "por qué a mí", para replantearnos, en cambio, "por qué a él". Algunos catalogarán este texto como apocalíptico u algún que otro adjetivo. Adelante, el libro de quejas aún está abierto.
Nota: La siguiente publicidad es un ejemplo de por qué deberíamos reflexionar sobre esto
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